Por Roberto Zurbano
(En 1812 se sucede el horrible asesinato del mulato José Antonio Aponte, considerado el primer cubano en preparar una rebelión organizada contra el gobierno colonial español. En 1912 ocurrió la matanza de centenares, quizás miles, de militantes del Partido Independiente de Color y…nos estamos acercando al 2012. El doce es un número que tiene otras cábalas en la historia cubana, pero yo quiero, con este texto de 12 cuartillas, exorcizar los malos augurios que señalan al 2012, también, como un año fatal para los negros cubanos y esta es, ni visionaria ni apocalíptica, mi propuesta revolucionaria).
En Cuba, para cualquier afrodescendiente, afrocubano o negro cubano – confieso que tales definiciones las trato con toda relatividad y pertinencia- es una gran oportunidad participar del proyecto de la Revolución, cuyas virtudes mayores han sido, por una parte, su radicalidad al lado de los pobres de la tierra y, por la otra, su paternalismo con tales sujetos. Paradojas como estas se encuentran en el largo camino andado por una Revolución que signa cuatro generaciones, donde el debate sobre las problemáticas raciales se asume desde posiciones vergonzantes y en espacios muy cerrados, marcados por una timidez dialógica y propositiva, junto a la falta de voluntad y perspectivas políticas que adviertan su peligrosa futuridad; situación poco propicia para socializar las investigaciones, discusiones y conocimiento acumulado en las últimas décadas por un grupo de especialistas, líderes sociales y pensadores con vocación política que no han podido hacer públicas sus propuestas de trabajo y sus experiencias comunitarias, pedagógicas o comunicacionales, y mucho menos sistematizarlas.
Me permito apuntar dos cuestiones de principios en este análisis.
Primero: Asumo que estas discusiones expresan una urgencia de nuestras comunidades negras y de una buena parte de la población, así como una nueva etapa –menos indiferente, aunque aun poco receptiva- de las instituciones sociales y políticas cubanas que deben pronunciarse y enfrentar las problemáticas raciales heredadas y producidas por nuestro proyecto social revolucionario. Este principio no debe convertir el debate racial en rehén del diferendo Cuba-Estados Unidos; no lo digo subestimando tal diferendo, sino para que no se sobredimensione el mismo en nuestro debate. Esta tendencia, muy marcada en los últimos tiempos, no suele abordar profundamente las similitudes y diferencias de una compleja relación de larga data entre negros norteamericanos y cubanos.
Segundo: Rechazo la idea de que el espacio de la cultura es insuficiente para discutir y resolver tales problemáticas; con dicho presupuesto se disolvió el Proyecto Color Cubano de la UNEAC (1997-2008) y su pliego de demandas elaborado, durante varios encuentros y discusiones de trabajo realizadas en varios espacios de la Isla que iban desde los proyectos comunitarios y culturales hasta llegar a la creación de una Comisión de Trabajo en el Comité Central del PCC. Esgrimir tal idea, hija de una burocracia en mutación, es una visión reductora de la cultura que desconoce la fuerza del campo cultural como el espacio más significativo donde se dirimen las grandes batallas ideológicas, económicas y políticas de hoy. Y, a su vez, denota una falta de reconocimiento a esta vanguardia intelectual que desde finales de los años noventa discutió con fuerza –incluso en presencia de Fidel Castro- varios temas críticos sobre el turismo, la prostitución, las inversiones extranjeras y, en especial, el modo en que nuevas formas del racismo se venían registrando en la sociedad cubana de aquel momento.
Urge debatir este tema, no sólo en La Habana, sino en toda la Isla, como una manera de responder al creciente malestar de comunidades y personalidades negras, mestizas y blancas –cubanas y extranjeras- que no hallan cómo encauzar sus preocupaciones; igualmente, es un buen modo de reconocer las distintas maneras en que se vienen construyendo y dislocando las miradas políticas de recientes organizaciones ciudadanas que tratan el tema desde enfoques políticos y proyecciones sociales diversos y controversiales.
Ser negro en Cuba brinda la oportunidad de asumir una tremenda herencia histórica y cultural que debe replantearse todos los días, defenderla a cada hora y reivindicarla a cada minuto, porque hay también toda una herencia colonial y racista que ha venido acompañando, más bien dominando y vigilando la primera. No entender cómo se expresa hoy esta dualidad histórica, ni asumirla críticamente, es la primera dificultad que ha tenido el negro para ser un ciudadano pleno. Esta persona a quien la Revolución abre todas sus puertas y no se da cuenta por qué se le cierran algunas, ni llega –la mayoría de las veces- a ocupar ese lugar merecido en la sociedad, a pesar de tanto esfuerzo personal, familiar y social.
Las causas de esas razones duermen en la etapa pre-revolucionaria; pocos autores nuestros revelaron esa culpa de quienes heredaron la colonialidad del poder y del saber en nuestra sociedad: aquellos blancos cubanos productores y herederos del poder y de una ideología colonial que aún sobrevive o reaparece en determinados espacios, artífices y guardianes de una hegemonía (blanca) que la Revolución heredó sin autocriticarse, tal y como pedían los luchadores antirracistas Juan René Betancourt y Walterio Carbonell. Dicha autocrítica, ausente durante décadas, sigue ocultando otra culpa más reciente, de los años sesenta, que es no haber dado a los negros aquel segundo empujón emancipatorio que sí tuvieron otros sectores como las mujeres y los campesinos.
Los blancos constituyen un grupo social muy heterogéneo, cuyo poder simbólico suele atribuirse a todos, pero esa confusión descansa –por encima de la clase, la nacionalidad y las mezclas posibles- en la ventaja que significa ese capital simbólico que les permite alcanzar (o imaginar) un status social, real o no, superior al del negro. Mas, en este grupo hay pobres y desclasados, como hay sujetos de origen canario o judío; es decir, una diversidad que permitiría pensarlos como compañeros en la lucha antirracista, porque muchos han sufrido otras formas de discriminación y poseen alguna conciencia de clase, junto a una conciencia nacional construida desde un conocimiento crítico de la historia nacional o, desde un conocimiento aprehendido más abajo: en la complicidad de las migraciones, las luchas sindicales, los barrios y las religiones compartidas, los matrimonios interraciales y la solidaridad entre cubanos. Entre dichos blancos, encontramos una mirada menos extrema sobre los negros y más comprensiva sobre las formas en que sobrevive y se renueva el racismo en la Cuba de hoy. No olvidemos que algunas excepcionales figuras cubanas blancas de origen aristocrático o burgués, desde sus ventajas sociales (clase y raza) y por encima de su conciencia de clase, fueron capaces de dialogar, razonar, respetar y defender esa otra parte de la nación desde una conciencia ciudadana y política ejemplares para todos los cubanos de hoy. Huelga decir que estos cubanos son imprescindibles a la hora de pensar el racismo como un problema de la nación y no un mero “asunto de negros”.
La segunda dificultad parte de esa propia culpa: es el silencio, la falta de debate social y también de espacios institucionales donde describir, discutir, enjuiciar y castigar cada acto racista inconsciente o no, institucional o no, que sufren cualquier negra o negro cubanos cada tres minutos en las calles, los centros de trabajo y estudio, los medios de difusión masiva, las esquinas del barrio, las discusiones familiares y hasta en la cama. Es cierto que faltan otras muchas discusiones en la sociedad cubana, pero ninguna como esta ausencia ha deteriorado más la credibilidad del proyecto social ante una mayoría negra que hizo y hace de la Revolución su conquista, su espacio de realización y su horizonte utópico.
Nuestra tercera dificultad está en no tener instituciones sociales propias, donde los negros reconstruyan y compartan sus particulares historias, y legitimen tradiciones, como suele ocurrir, por ejemplo, en algunas de las sociedades de origen hispano que abundan en Cuba. No creo que estas sean el modelo adecuado, pero pienso en una propuesta que supere la antigua Sociedad de Color e integre la Sociedad de Estudios Afrocubanos; la primera sólo para las llamadas personas de color y la segunda fundada por Fernando Ortíz en 1936, con un carácter más abierto, indagador, participativo e interracial, ambas puntuales foros de preocupaciones sociales sobre los problemas raciales en Cuba. Luego, desde tal espacio, elevar esa autoestima pisoteada con frecuencia, defender proyectos individuales y grupales, fomentar liderazgos, empoderar comunidades, proteger a los más vulnerables, contar con su propia revista y trabajar por sí mismas y junto al Estado en la realización plena de sus miembros.
No se trata de aislarse del conjunto de la sociedad, ni construir un ghetto para nuestras libertades cívicas; fenómeno casi imposible en la Cuba de hoy donde todas nuestras familias son no sólo negras y blancas, sino mestizas e interraciales. Sin embargo, se trata de crear un espacio desde el cual refrendar libertades culturales y ciudadanas: un foro de escucha e intercambio permanente sobre la vida cotidiana del negro en Cuba, donde tome cuerpo un objetivo social que no está definido en algún otro espacio de la sociedad civil cubana. Si dichas instituciones son necesarias o no para una sociedad como la nuestra eso lo dirá el modo en que ellas logren llenar un vacío ideológico y social que hoy erosiona y atrasa nuestra población negra, detenida entre el silencio, la falta de reconocimiento, la escasa promoción social, así como las nuevas formas de discriminación racial. Urge encontrar tales definición y proyección de lo que ya podría identificarse como un movimiento de lucha contra el racismo en Cuba, quizás la solución esté –más allá del espacio propio de los negros- en hallar un espacio para una nueva organización de la sociedad civil cubana que acoja este creciente movimiento antirracista.
Llamo neo-racismo a un fenómeno que integra gestos, frases, chistes, críticas y comentarios devaluadores de la condición racial (negra) de personas, grupos, proyectos, obras o instituciones. No se trata de simples gestos u opiniones personales marcadas por el prejuicio racial, sino de conductas que ejercen tal prejuicio sin miramientos y se producen hoy en espacios públicos institucionales o no –incluyendo los medios de difusión y la publicidad- que resultan lesivas y humillantes para aquellos a quienes se dirige, aunque algunos les aceptan acrítica o irremediablemente. Se suman a esto ciertas prohibiciones burocráticas, limitaciones administrativas y exigencias policiales que, injustificadamente, colocan a las personas negras en desagradables situaciones por su evidente o velado matiz racista; dichas situaciones aunque no siempre resulten denunciadas, publicadas o criticadas por aquel que las sufre, forman parte de un creciente y cotidiano anecdotario que suele atravesar todas las generaciones, profesiones y sexos de estas personas, generalmente de tez muy oscura, haciendo un énfasis mayor entre los jóvenes, pero también entre mujeres y ancianos.
Dichas manifestaciones neo-racistas vienen expresándose, desde mediados de los años ochenta, con cierta impunidad a través de chistes, comentarios, declaraciones e imágenes publicitarias; pero también de modo muy sutil en la presencia excesiva de personas negras en barrios marginales, en cárceles, en trabajos manuales y mal renumerados y otro “oficios” de dudosa reputación social, contrastando con la escandalosa ausencias de personas negras en importantes sectores de la sociedad, que van desde los medios masivos, pasando por los esplendorosos espacios turísticos y del mercado en divisas hasta las altas esferas del Estado. No se trata de un fenómeno que irrumpe con la crisis económica y la caída del campo socialista; creo que el neo-racismo adquiere en los años noventa una velocidad, visibilidad y mutaciones muy significativas, pero germinó en etapas anteriores al llamado Periodo Especial.
Y ¿quiénes son los nuevos racistas? Suelen ser personas blancas, pero también mestizos –y en menor medida, negros- que asumen posiciones ideológicas y culturales marcadas por un núcleo eurocéntrico, prepotente y prejuicioso, privilegiado social o económicamente por algún tipo de poder o legitimaciones simbólicas del mismo. Una buena parte de las reacciones de muchos negros con respecto a los actos racistas que se ejercen contra ellos, suelen señalarse como racismo al revés que pueden llegar, en situaciones extremas, a respuestas violentas; sin embargo, esa compleja respuesta reactiva es otro fenómeno cuyo análisis valdría la pena hacer en otro texto donde se explique la incapacidad de ser racista sin una relación de poder, carencia característica de esa masa negra que suele discriminarse. Por supuesto, las excepciones de esta regla pueden explicarse, también, a través de dicha relación de poder.
Estas nuevas formas de racismo deben ser descritas, corroboradas y evaluadas desde enfoques y metodologías diversas que nos permitan re-conocerlas. El rechazo a la teoría como instrumento necesario en las prácticas políticas de los movimientos negros es una cuarta dificultad, pues su ausencia nos incapacita para responder con eficiencia y profundidad ante los grandes retos históricos, políticos y conceptuales que aparecen en el camino de nuestra lucha cada día. Una buena parte de la teoría que se ha ocupado de profundizar en la epistemología, estructuras y categorías históricas, antropológicas, sociológicas y políticas de y sobre el sujeto negro, se han venido generando en los sucesivos enfoques aportados por los indistintamente llamados estudios de raza, negros, africanos, culturales, postcoloniales, subalternos y decoloniales. Asumir estos y otros abordajes permitirá contrarrestar la escasez, ausencia, desactualización y/o rechazo a la teoría que suele abundar, incluso, entre académicos de la isla. Concientizar esta necesidad permitirá avanzar, más adelante, hacia los imprescindibles enfoques trans e interdisciplinarios que estas problemáticas demandan. Lamentablemente, hoy se pretende paliar la colonización del pensamiento con cierto academicismo de moda que, más que acompañarnos, secuestra y entorpece la mirada antirracista, atiborrándola de metodologías asépticas, incansables debates terminológicos y enfoques desconectados de los sujetos, las realidades y los conflictos sociales.
Tendencias como las políticas del perdon o las afro-reparaciones, para sólo poner dos ejemplos, son muy difíciles de instrumentar en Cuba, en medio de un contexto que niega o desconoce un proceso que comienza con el horrible daño que nuestros antepasados sufrieron desde su salida de África y nos fueron legando en el curso de la Colonia y la República. Ese daño no ha desaparecido aun, hay secuelas muy contemporáneas silenciadas entre la impunidad, el silencio y la irresponsabilidad actuales. Tal vez, por dicha razón, es usual encontrar ciertas “restauraciones” historicistas en los campos de la Academia, la Urbanización y el Turismo, para sólo poner tres zonas desde las cuales se reproducen una mirada colonial en la Cuba de hoy y siguen desvirtuando la presencia, las contribuciones y hasta el rol de muchas personalidades negras, en el patrimonio nacional y en la herencia política que configura nuestro actual discurso revolucionario.
Es menester reivindicar una historia y un pensamiento propios de alta elaboración, que no es usual encontrar en las bibliografías sobre el tema, pero que existe, y es un formidable instrumento de lucha. Si contamos con ese legado de nuestros mejores pensadores, teorías y conceptualizaciones históricas y contemporáneas, debemos hacer un esfuerzo para sistematizarlas y discutirlas, insertadas en los debates científicos y políticos actuales, activando así las condiciones propositivas de este conocimiento. Finalmente, junto a la necesidad de indagar en la historia propia, es necesario defender el activismo social y político que algunos académicos y científicos sociales ejercen, estimulando que acerquen teorías y conceptos al terreno de los debates y propuestas del movimiento antirracista.
También debo señalar autocríticamente -y es la quinta dificultad- que ha faltado la necesaria conciencia racial para exigir nuestros derechos y cumplir nuestros deberes. La conciencia racial ha sido un importante componente de la conciencia social de un país mezclado a la fuerza –no olvidarlo- y es la raíz que dignifica un color de la piel, una religión o una cultura que fue y –a ratos- sigue siendo devaluada, aunque el mercado cínicamente juegue a una hipócrita aceptación de sus códigos. El origen étnico o la nacionalidad de muchos padres o abuelos alcanza hoy un matiz tan pragmático que cuando se habla de conciencia racial hay un oportunista rechazo a su significado político; olvidando, entonces, a José Antonio Aponte, Antonio Maceo, Juan Gualberto Gómez, Quintín Banderas, Jesús Menéndez, Nicolás Guillen y Walterio Carbonell, pero también a Benkos Biohó, Zumbí, Patricio Lumumba, Malcom X o Nelson Mandela.
Cuando hablo de comunidades negras, aclaro, no me refiero a una comunidad pura y exclusivamente de sujetos negros; sino de negros, mestizos y también blancos -pobres o no, marginados o no- que comparten por elección o sin ella, el destino de una cultura, una herencia (consanguínea o afrorreligiosa) y un espacio de mayoría negra; este es un concepto operativo e inclusivo que en este documento prefiero utilizar para marcar los espacios y grupos sociales donde el elemento cuantitativo dominante son los negros, sus herencias y sus preocupaciones actuales. En tales comunidades, en términos cualitativamente crecientes, se vienen generando y sistematizando preocupaciones, análisis y propuestas sobre las problemáticas raciales que viven los sujetos que actualmente comparten dichos espacios. Allí se intercambian, en el plano cotidiano y en el plano institucional, evidencias de las diferencias y los conflictos raciales en el ámbito de lo familiar, lo laboral, lo religioso, lo barrial y otras redes culturales y políticas, formales e informales, que conectan dichas comunidades con otras y con la sociedad toda.
En este mundo globalizado desde hace medio milenio, los negros somos un sujeto transnacional que compartimos historias, dolores, culturas y sueños semejantes en cualquier esquina del mundo. De manera que, a mi juicio, y más allá del criterio de Du Bois sobre la doble conciencia del negro, creo que compartimos una conciencia triple: la racial, por supuesto; la conciencia de la nación a la cual pertenecemos, pero también una conciencia transnacional que ha estado emergiendo en las últimas décadas como conciencia de lucha, una conciencia descolonizadora, compartida con los otros condenados de la tierra, como nos enseñó Franz Fanon, para alcanzar un presente de vindicación y de igualdad.
Y esa triple conciencia nace en similares realidades marginadas de comunidades enteras que comparan sus necesidades materiales, políticas y espirituales como sujetos herederos del dolor ancestral de aquel afrodescendiente esclavizado o colonizado y entre quienes esta no es una conciencia de gabinete, lista para conmemoraciones y manipulaciones políticas; sino una conciencia crítica, autocrítica, creadora, pedagógica en el sentido más diverso y no en el sentido de ilustración; una conciencia luchando por un espacio en el que quepa la crítica a los gobiernos, a las instituciones, a los medios masivos, al conservadurismo, al individualismo feroz, a los racismos y discriminaciones de todo tipo y que nos permita crear espacios de opinión y de demandas, de empoderamiento y de dignificación, de modelos culturales y de acciones afirmativas.
Hay una sexta dificultad que constituye otro espacio falto de autocrítica: Es el daño que causa, al interior del propio grupo de personas que luchan contra el racismo, las visiones machistas; esa visión estrecha de la masculinidad, demasiado tradicional y conservadora, que regatea el lugar conquistado por la mujer, subvalorando desde su presencia hasta su imprescindible aporte político y organizativo, así como su capacidad de negociación. Particularmente en el caso de la mujer negra se subestiman sus históricas tácticas de sobrevivencia, resistencia y formas del diálogo. Es una muy especial alianza estratégica la que corresponde a hombres y mujeres negros; igualmente es importante reconocer en los homosexuales negros –gays y lesbianas- una potente fuerza antidiscriminatoria que debemos aprender a comprender y acompañar. Este machismo constituye una repudiable práctica que reproduce, al interior de la familia y las comunidades negras, la dominación colonial, además de deteriorar la unidad, la autoestima, la memoria y la futuridad de proyectos colectivos en el orden cultural, social y político.
La pobreza de las comunidades negras suele ser una de las expresiones más contundentes de la asimetría estructural que caracterizan las sociedades caribeñas y latinoamericanas, donde la pobreza y otras desigualdades también tienen color. En nuestros barrios pobres o marginales, la mayoría sigue siendo negra y mestiza. Este es un mundo que apenas conoce la acumulación de capitales y mucho menos la disposición de estos a circular entre personas, organizaciones, proyectos o comunidades negras. No existe patrimonio material heredado ni capacidad económica autónoma y tampoco es fácil encontrar fondos, préstamos, becas, ayudas, patrocinios u otros modos de financiamiento no estatal, especialmente en este momento de la economía cubana en que el mercado laboral se reajusta y amplia en el sector privado. Entonces, apuntemos la escasez de recursos, iniciativas, planificación y entrenamiento en la búsqueda de fondos como la séptima dificultad del movimiento antirracista; teniendo en cuenta que esta lucha es vista muchas veces como agresiva y/o como innecesaria, los fondos posibles tienden a rebajar el filo crítico de nuestra lucha, inducidos por los intereses más “humanitarios”, “universales” o filantrópicos del escaso capital que suele encontrarse para potenciar las comunidades, movilizar ideas y desarrollar proyectos propios.
En el siglo XX resultó muy difícil que la imagen del negro en el cine y la televisión fuera descolonizada y vindicados sus más altos valores –más allá de la música, la danza y la esclavitud. Los imaginarios populares expandidos por la televisión reafirman la condición subalterna del sujeto y las culturas negras. Aun en Cuba y otros países de nuestra región donde es significativo el por ciento de población negra, los paradigmas suelen estar más cerca del modelo eurocéntrico, llegando incluso a revelarse singulares casos de readaptación de esos modelos eurocentristas a los códigos locales. Por esta razón el acceso de nuestras ideas, figuras y culturas al espacio mediático es la octava dificultad en esta lucha antirracista; pues ese espacio legitima, reproduce y actualiza una sutil estrategia colonial, asistida de los últimos recursos de las ciencias de la comunicación, las artes del espectáculo y los presupuestos ideológicos del pensamiento económico neoliberal.
Urge seguir discutiendo la frecuencia y dignificación que debe alcanzar la presencia de modelos, historias, representatividad, proyectos e intereses de las comunidades negras en pantallas de cine, TV y video, pues ellas alcanzan una enorme refracción en los imaginarios y proyecciones futuras de quienes les observan, ejerciendo un gran impacto sobre el receptor negro que, al identificarse con tales imágenes, las convierte en proyecciones utópicas con potencialidades de aprendizaje y transformación de dicho sujeto y su entorno.
Por otra parte la fuerza de la prensa escrita, la radio –en especial las de corte comunitario- y los sitios web, blogs y publicaciones digitales ponen otras fuerzas en juego en la producción e intercambio informativos, por la velocidad que imprimen a las noticias, a las discusiones y al modo en que articulan comunidades alejadas geográficas y conceptualmente con intereses comunes y desde enfoques diversos; pero el campo digital no está aun suficientemente accesible para las comunidades negras
La novena dificultad es el desamparo legal e institucional en que viven nuestras comunidades: se necesita, pues, establecer, claramente, las bases legales de la lucha contra el racismo; es decir, la libertad de quejarse y demandar contra un acto racista ante una institución al efecto, la necesidad de leyes adecuadas, la tranquilidad de que no queden impunes los actos racistas, la discusión pública que inhibe y educa, y que fortalece la dignidad de todos. Es también otra propuesta con mucha resistencia, pero los ejemplos de Brasil, Sudáfrica, Colombia y otras acciones legales pequeñas, pero decisivas, hacen pensar que algo se logra con tales vindicaciones ciudadanas.
Es un lugar común referirse a la educación como uno de los ámbitos más importantes para establecer los puntos de partida actuales y futuros en la lucha contra la discriminación racial, toda vez que este sentido común parte de un reconocimiento del saber, la escuela, la historia y los maestros como los principales elementos para la formación de valores. Sin embargo, a la hora de introducir y sistematizar datos significativos que les permita a los niños y adolescentes reconocerse en una historia común, no se insiste suficientemente en las particulares historias raciales y étnicas que también nos configuran. Pero lo cierto es que el modelo de ilustración de la Modernidad ha capitalizado la educación en nuestros países caribeños y latinoamericanos, convirtiéndole en mera acumulación de datos que cuesta mucho articular orgánicamente a las diversas culturas y a las cambiantes realidades de hoy.
Esta situación se convierte en la décima dificultad de nuestra lucha; cargamos con un modelo educacional entrampado por políticas cuyo demasiado pragmátismo no tiene en cuenta propuestas de trasformación como la educación popular, la etnoeducación, la enseñanza de lenguas autóctonas, la inserción de las historias de África y de la diáspora negra, etc. Merecen reconocerse y discutirse aquellas acciones afirmativas que se han logrado en algunos países en el campo de la educación; incluso en la educación superior, nivel más difícil por la concentración de muchos intereses de la economía neoliberal. Las políticas educacionales deben ser más receptivas a estas necesidades culturales y políticas y reivindicar saberes ancestrales y nuevos saberes, juntar visiones patrimoniales y renovadoras, así como transformar no sólo el currículo, sino también a los educadores y al entorno cultural y político que siempre, aunque falte conciencia, rodean a las escuelas.
¿Cómo lograr estas acciones? En primer lugar alejándonos de las trampas retóricas y de la solidaridad virtual, así como de los cerrados espacios académicos en que siempre nos encontramos cuarenta y cuatro personas repitiéndonos los mismos argumentos, sin establecer contactos reales con la Realidad y su redundante miseria. Es la undécima dificultad ante la cual no hay estrategia posible, porque es un tramposo juego de palabras. Y no vale la pena un solo congreso o reunión más sobre el tema si no comprometemos nuestra ética intelectual y política acercándonos a esas zonas oscuras donde el dolor no se apaga: allí existen otras leyes, otros discursos generalmente incómodos e inseguros, pero quizás también desesperados y desorganizados, entre los cuales están naciendo nuevas formas de crítica y de lucha que hasta hoy nos hemos negado a reconocer, financiar o involucrarnos desde un activismo menos verbal y más riesgoso.
Solo el terror a la verdad, el conservadurismo más egoísta, la pose academicista, la conmiseración de clase media o la falta de voluntad política podrán impedir que comencemos a cambiar el escenario de nuestros eventos y los argumentos de nuestras tesis de laboratorio. Obviar dichas dificultades nos hace sentir desvergonzadamente cómodos detrás de estos textos, convertidos en boletos de avión, buffets de ocasión y –peor aun- en un nuevo mercado donde seguimos vendiendo a nuestros hermanos como esclavos de la desesperanza. Entonces, ¿no estaremos reconstruyendo, aquí y ahora, otro mercado de Zanzíbar? Enfrentar esta pregunta es pensar en la necesidad de articular viejas y nuevas agendas de acciones comunes, inclusivas, transversales y transnacionales; la ausencia, escasez o fragmentación de tales agendas es, a mi juicio, la decimosegunda dificultad.
La existencia de agendas internacionales sobre los temas raciales desde 1998, hasta dedicar en el 2011 un Año Internacional a los Afrodescendientes, habla de diversos espacios internacionales de consenso político que compulsa a los gobiernos nacionales a sistematizar este tema entre sus principales objetivos, pero –a mi juicio- son los debates nacionales, con los gobiernos o sin ellos, donde más aportes se han generado –al menos en nuestra región- a la visibilidad y organización de nuestra lucha. Nace un nuevo activismo social y político que ha desatado, también aquí en Cuba, la conciencia y capacidad organizativa de líderes y organizaciones comunitarias, femeninas, fraternales, religiosas y culturales que vienen trabajando estos asuntos con mucha responsabilidad. Allí donde han existido líderes, comunidades y organizaciones con capacidad aglutinadora, negociadora y propositiva se han logrado pasos importantes convertidos después en leyes, apoyos y otras importantes vindicaciones ciudadanas y políticas como exhiben Brasil, Colombia, Uruguay, Venezuela y Ecuador.
En Cuba, donde ha crecido y se ha diversificado el debate interno, no tenemos una mirada homogénea sobre las problemáticas raciales, la presencia, cuantía y calidades del racismo y sus posibles soluciones. Fuera de Cuba, las aproximaciones a estas realidades dentro de la isla, tampoco lo son; mucho menos cuando se intentan aplicar fórceps conceptuales y políticos a nuestras problemáticas raciales que ignoran o subestiman la historia, el contexto actual y el debate interno. Pero ello no constituyen dificultades para enfrentar y enriquecer el debate, sino posibilidades que deben abrirse al intercambio dentro de Cuba, y también fuera, donde lo importante serán las ideas que se crucen y discutan, intercambiando conceptos y propuestas que ofrezcan mayor visibilidad, conciencia y soluciones a una problemática que es la vez nacional y transnacional, como ya he apuntado.
Falta al interior de Cuba un foro que nos permita abrir y sistematizar más de un espacio de discusión científico, intelectual, político y/o comunitarios, cuyos objetivos sean esclarecer, educar, proponer y resolver tales conflictos en cada uno de estos niveles y hacia la sociedad toda. Se trata de pensar de una buena vez a la Nación, desde un proyecto más inclusivo y emancipatorio y no desde las reducciones, exclusiones y aplazamientos que los ciudadanos negros –parte imprescindible de esta nación- han tenido que sufrir y esperar históricamente. La Revolución, sus instituciones políticas y sociales, la sociedad civil cubana y cada uno de nuestros ciudadanos tenemos hoy ese gran reto y esa gran oportunidad. Sobran razones que nos exigen, aquí y ahora, conciencia, propuestas y modos de transformación de esta opresión ciudadana en modelos de plenitud y dignificación de cada persona dentro y fuera de Cuba.
Más allá de la resistencia e intermitencias con que personas, organizaciones civiles y estatales cubanas nos hemos ido incorporando a la dinámica de estas agendas, foros, acuerdos y debates regionales e internacionales en el Caribe y la América Latina, todavía somos algo inconscientes de las expectativas con que muchos líderes, comunidades, organizaciones y países de la región esperan los aportes cubanos a esta batalla. Urge abrir el debate cubano en nuestros principales organismos e instituciones, así como a la mayor cantidad posible de espacios –dentro y fuera de Cuba-, aumentando la calidad, participación y responsabilidad en tales discusiones y propuestas de trabajo.
A pesar de la escasa información que tenemos en Cuba sobre la lucha contra el racismo en el continente, es evidente que esta aporta una dinámica singular a los movimientos sociales de la región y a la renovación del proyecto socialista cubano, en términos más particulares. Y aunque evaluemos a los movimientos negros regionales como organizaciones y foros aun llenos de aspiraciones, fragmentaciones y metas por cumplir, esta lucha continental nos ha legado importantes experiencias, contribuciones y victorias políticas que podemos compartir, intercambiar y legitimar en un frente transnacional contra lo que aquí he denominado neo- racismo, cuyas mutaciones no logran ocultar ni su cuerpo colonial ni su discurso imperial ante una Revolución que, entre ganancias y errores, sigue apostando por un sujeto emancipador que construya y dignifique todas las ciudadanías del presente y el futuro de la Nación.
En el Callejón de Hamell, Centro Habana. Junio y 2011
Roberto Zurbano (San Nicolás de Bari, La Habana, 1965). Ensayista, editor y crítico cultural. Ha publicado Ramón Rubiera. Un astro ilusorio (Ed. La puerta de papel, 1992), Elogio del lector (Ed La puerta de papel, 1994) La poética de los noventa (Premio Abril, Editora Abril,1995) y Los estados nacientes: Literatura cubana y postmodernidad (Premio Pinos Nuevos, Ed. Letras Cubanas, 1996). Ha obtenidos los Premios Abril, Juan Marinello y Mirta Aguirre, también la Beca Dador y el Premio de Periodismo Cultural en dos oportunidades. Autor de decenas de artículos y ensayos en revistas cubanas y extranjeras como Temas, Casa de las Américas, La Gaceta, Movimiento, Caliban, Contrapunto y otras. Se especializa en los temas de literatura, raza, cultura popular y músicas alternativas. Actualmente desarrolla el proyecto de libro El triángulo invisible del siglo XX cubano: Literatura, raza y nación. Posee la Distinción por la Cultura Nacional. Desde el año 2006 dirige el Fondo Editorial de la Casa de las Américas.