Fonte:Principio Esperanza
Por Jorge Lora Cam
El racismo y la recolonización como elementos centrales en la reconfiguración del dominio global.
La globalización considerada como recolonización del trabajo y geoestrategia de poder y de acumulación por desposesión intensificó la reconfiguración territorial de clases y etnias, las migraciones y la depauperación de las clases obrera y campesina. Significó la puesta al día de la ideología racista del despojo, de la superioridad racial-étnica que justifica la recolonización y la dominación. La clasificación racista se hace residente en una memoria y un imaginario colectivos que aceptan la interrelación sucesiva de legitimaciones de la limpieza de sangre, el racismo bíblico, el etnocidio y el genocidio militarista sintetizados en el auto-racismo.
Es una poderosa arma de sometimiento que aliena a los dominados al asumir la ideología de los dominadores y al reproducirse multilateralmente con vida propia. El Estado, las instituciones, las estructuras, las clases, las familias están configurados por el racismo sobre indígenas, negros y mestizos asumiendo la forma de invisibilización y negación como sujetos en las instituciones, estructuras y la vida cotidiana quedando consolidadas en relaciones de colonialismo interno y colonialidad del poder. La forma mas extrema de racismo es la destrucción de la identidad, su forma más violenta, después del genocidio y el etnocidio. Los pobladores de América resintieron la violencia del desarrollo capitalista, de la instauración de la modernidad en las metrópolis y después la construcción de un Estado-nación que les negó su humanidad en aras de la colonización.
La resistencia de estos pueblos ha sido permanente y discontinua. La lucha por la autonomía no es otra cosa que el combate por recuperar su humanidad, su dignidad humana. Son rebeliones contra el terror histórico que impuso esas denominaciones, por dejar de ser sólo indios (mitad humanos, mitad bestias), contra la naturalización de esta forma de dominación, por retomar su autoestima ante la subordinación y alienación. Con el neoliberalismo, el proceso de destrucción de la conciencia y del recuerdo histórico, continúa -bajo otras formas-cuando se le quiere reconvertir en ciudadano sin territorios, en proletarios deslocalizados, en autodetractores de su cultura y en defensores del pensamiento y planes imperiales. La historia de la modernidad continúa en lo mismo, en el exterminio cultural y físico de las nacionalidades diferenciadas. Diezmados y cargando con el autorrechazo parecía imposible un proceso de reidentificación como el que viene ocurriendo. El desarrollo económico impuesto por el poder se convierte en una de las principales causas de la violencia.
La libertad ilimitada del mercado y el hecho de que éste se convierta en el único regulador de las relaciones sociales, han provocado la primacía de la especulación sobre la producción y que el dinero sea la medida de las cosas. De este modo mercado, técnica, Estado-nación y democracia electoral son los cuatro jinetes del apocalipsis cultural. Proceso civilizatorio es lo mismo que destrucción de la personalidad cultural de los pueblos, liberalismo equivale a dominio de las trasnacionales, Estado-nación a opresión colonial de los pueblos y homogenización, igualdad equivale a exclusión e injusticia, individuo a unidimensionalidad; sin embargo, la cultura originaria puede ser socavada pero no aniquilada, pues equivale a universos de vida diferenciada.
Detengámonos a examinar el racismo, por su enorme importancia en los países andino-amazónicos con dominancia indígena y afroamericana. Es una realidad fundamental, porque el racismo es una constante en la dominación y, por tanto, en la subjetividad de toda Latinoamérica y el Caribe, incluyendo los países más europeizantes, eurocéntricos y etnocéntricos como son Argentina, Chile y Uruguay. Incluyendo -decimos- porque, por un lado, en los dos primeros están renaciendo y creciendo las minorías étnicas indígenas y en el tercero la afroamericana; y, por otro, las migraciones andinas y amazónicas están modificando el eurocentrismo antes dominante.
No obstante las alteraciones estadísticas para blanquear las poblaciones, las políticas integracionistas y las deficiencias censales, seis son los países latinoamericanos y del Caribe mayoritariamente indígenas: México, Bolivia, Perú, Guatemala, Paraguay y Ecuador. Los demás países son afroamericanos o afrocaribeños. Entre los primeros destacan Brasil y Colombia; entre los segundos se encuentran Cuba, República Dominicana y Jamaica. A los intermedios, Venezuela, Costa Rica y El Salvador, podríamos calificarlos de mestizos. En conclusión, estamos frente a una población latinoamericana y caribeña afrolatina, indígena, mestiza y minoritariamente euroamericana. En toda esta parte del continente el racismo, con sus distintos niveles y formas, existe en mayor o menor medida. Y en todos contribuye a alterar las identidades y la subjetividad asociadas a la colonialidad del poder y del saber.
Racismo es una categoría compleja como todas y para utilizarla en nuestra región debemos tener las suficientes precauciones con los intelectuales eurocéntricos como para no incurrir en confusiones derivadas de la extrapolación del examen de solo un país o peor aun de lo ocurrido con el nazismo. La falsa teoría de la inferioridad, inventada para justificar la conquista y colonización, con los años se va transformando en instrumento y justificación de la explotación servil del inferior. En el actual momento histórico, por racismo latinoamericano se entiende toda la diversidad de ideologías, actitudes y prácticas que se expresen en forma de intolerancia asociada a la negación de derechos que conduzca a la discriminación, opresión o violencia de mayorías que son consideradas minorías; cualquier forma de heterofobia que afirme al grupo propio y rechazo, miedo o desprecio del diferente; cualquier forma de desigualdad que atribuya posición diferencial al otro generando segregación y explotación, y cualquier modo de naturalizar diferencias.
Pensando así puede confundirse con xenofobia, etnofobia, etnocentrismo, intolerancia, particularismo, desigualdad, nacionalismo, esencialismo o relativismo cultural. Lo que ocurre es que el racismo está teñido de todos esos rasgos y al mismo tiempo les falta otros, como su carácter colonial e imperial, sus contenidos en la vida cotidiana y la cultura. Y los racialismos como doctrinas más elaboradas, de acuerdo con Taguieff tienen dos secuencias: autorracialización-diferencia-purificación/depuración-exterminio (en el caso del racismo identitario o diferencialista) y heterorracialización-desigualdad-dominación-explotación en el caso del racismo antiigualitario. Las dos lógicas existen en América Latina, con dominancia de la segunda, pero ambas naturalizando las diferencias que con el neoliberalismo reaparecen y se agudizan. Las dimensiones del racismo abarcan lo interno y externo, es imperial y colonialista interno, es institucional y socializado, es de explotación y es de exterminio.1
Un examen más acotado debe colocar al racismo en el proceso de acumulación, de la expansión europea de la modernidad y como legitimador de la dominación. Pero también incorporar a los sujetos sociales y al sistema social con sus aspectos míticos o unificación imaginaria de aspectos diversos y contradictorios, como también los ideológicos que justifican y racionalizan los actos racistas. Desde el punto de vista de Foucault, debemos revisar los contenidos históricos sobre el racismo que han sido marginados y los saberes bajos, descalificados por incompetentes, como sería el caso del de las víctimas (el indígena o el negro). El poder es concebido como lucha y enfrentamiento visto en la genealogía de las diversas técnicas y tácticas de dominación, entre las cuales están los códigos de normalización y la fabricación de sujetos. Este elemento que agrega Foucault, sitúa al racismo en la reconversión del discurso de lucha de razas en lucha por la sobrevivencia; ahí el Estado -que sintetiza lo blanco- asume el papel de gestor de la pureza de raza, el poder se hace cargo de la vida y la muerte.
En las culturas latinoamericanas, la colonialidad del saber surge del acto etnogenocida de las coronas europeas en el proceso de colonización que buscó destruir las avanzadas y milenarias culturas originarias, consideradas primitivas por los bárbaros conquistadores. Corona e Iglesia, colonizadores y pueblos oprimidos de América por las culturas más fuertes, unidos contra la encarnación del imaginario de moros y cristianos, inician la conformación de una colonialidad del poder y del saber, de una mentalidad que será el eje de una dominación que se prolonga por diversas formas coloniales hasta hoy, cuando se agudiza con el neoliberalismo. Las formas clasificatorias combinan rasgos, señales y atributos construidos sobre la base de elementos culturales y fenotípicos para legitimar la opresión y expropiación al servicio de la explotación y la acumulación capitalista. El racismo se unifica a la etnicidad y a la clase, a la superioridad de unos sobre otros, a la jerarquía de conquistadores sobre conquistados. Lo importante es que el otro es minusvaluado y sujeto de expropiación y abuso, de violencia y exclusión, de trabajo gratuito y menor derecho a la vida. La cultura occidental se va legitimando como dominante sobre los pueblos indígenas, andinos y amazónicos y después sobre las poblaciones afrocaribeñas, afroamericanas, estructurando todo un sistema de relaciones e instituciones que son el eje de la dominación colonial.
Las estrategias coloniales de dominación fueron desde la eliminación física, la conquista de etnias y pueblos originarios para ser transformados en fuerza de trabajo gratuita, la imposición de modos de producir serviles y esclavistas, el traslado de los varones a centros productivos alejados de su economía doméstica, la expropiación de sus territorios y adicionalmente de modo no voluntario la destrucción de toda una forma civilizatoria asociada a lo que hoy se conoce como sustentabilidad. Más tarde se trasladó a población africana e incluso asiática para esclavizarla en la producción agrícola, minera y en la construcción de redes viales ferrocarrileras.
También se tuvo que apelar a alianzas y procesos de mestizaje con estratos de los pueblos originarios para confrontar a los poderes hegemónicos encontrados y obtener mayor dominio. Estas relaciones de violencia y mestizaje dieron lugar a la multiculturalidad, que a fines de la colonia había logrado avances en su coexistencia: pueblos originarios, vertientes africanas y asiáticas, grupos europeos, pueblos mestizos e incluso -más adelante- emigrantes del Medio Oriente entrando en una dinámica de asimilación, transformación y resistencia. Como bien señala Elizabeth Peredo en un excelente ensayo, los españoles aprovecharon las rivalidades y estratificaciones del imperio incaico para fortalecer su poderío, kuracas de ayllus y mujeres fueron sometidas al control imperial:
Por lo tanto, los procesos culturales derivados de la colonización fueron resultado de políticas premeditadas de dominación que aunque intentaron políticas conciliadoras hacia los indígenas no dejaban sus contenidos altamente racistas hacia la población originaria.2
En el caso de la población negra, la dominación se jerarquiza en torno al grado de blanqueamiento y al mestizaje como estrategia criolla de purificación o mejoría de las razas. En respuesta, sectores de las poblaciones aborígenes o afroamericanas colonizadas, para escapar a la discriminación y rechazo y acceder a nuevos espacios de evasión e incluso autocontrol, convirtieron esa estrategia en suya. Con las políticas asimilacionistas, indigenistas, integracionistas del siglo xx se altera el mapa del siglo anterior, caracterizado por la desintegración de los elementos cohesivos que la hegemonía hispánica había logrado en tres siglos. En las luchas por la independencia participaron los pueblos autóctonos con los españoles y contra ellos, con los mestizos y/o con los criollos. En el siglo xix se da un proceso de reindigenización e integración paralelo a la agresividad criolla, sobre la base de los aún fuertes lazos que quedaban de la política aislacionista entre etnias. Y es que la homogenización de la población indígena había sido limitada a la introyección de conductas sumisas, sin buscar una total asimilación. Ésta se daba en los pueblos conservando parte de sus territorios, pues facilitaba la recaudación y la fuerza de trabajo, al tiempo que les dejaba una identidad propia basada en el lenguaje, la cultura y la comunidad.3
En los pueblos es, sin embargo, donde se daba el proceso de desindigenización, más en la república española que en la de indios, pues en ambos vivían. Las escuelas, la catequización y la castellanización ladinizaban a los indígenas, de donde paradójicamente salían los rebeldes. En ese proceso tan complejo intervenían un mosaico de factores, como la subjetividad, la distancia, la geografía, la fuerza de la cultura -como la maya y quechua-, la fuerza de adaptación de los modelos urbanos, las relaciones entre la cultura de los pueblos indígenas y las de los pueblos dominantes, el papel del Estado; en fin, múltiples circunstancias, interrelaciones y contextos determinarían los grados de sumisión o rebeldía.
La resistencia anticolonial africana, particularmente la argelina, condujo a la reflexión a tres grandes pensadores anticoloniales: Albert Memmi (Túnez), Franz Fanon (Martinica) y Jean Paul Sartre (Francia), quienes coinciden en que el racismo resume y simboliza la relación fundamental que une colonialista y colonizado. Para ellos el racismo es un elemento consustancial del colonialismo y el colonialista y el colonizador son la misma entidad, el desarraigado al que sólo le interesa el enriquecimiento y el poder político. El colonizador, como ejecutivo del mundo colonial, es el encargado de liquidar material y espiritualmente al colonizado.4
En los últimos años, en el mundo en constantes procesos de recolonización -muy mal llamado poscolonial- han aparecido un conjunto de intelectuales que se ubican en este mismo campo de reflexión con valiosas aportaciones: Inmanuel Wallerstein, Aníbal Quijano, Edgardo Lander, Walter Mignolo, Fernando Coronil, Edward Said, Ranajit Guha, Michel Rolph Trouillot, Arturo Escobar, V. Y. Mudimbe, entre otros. Estos autores nos introducen en un debate acerca de la cebolla de la colonización eurocéntrica, metáfora para denominar las múltiples capas que se van creando en el largo proceso colonizador, para buscar alternativas.
Racismo y dominación son dos caras de la misma medalla, como modernidad y genocidio. Estos conceptos se han separado, hasta ser fetichizados. Los intelectuales se encargaron de someterse a la colonialidad del saber y buscar permanentemente en el saber europeo las categorías de explicación y superación de la postración de nuestra región. Al hablar de los derechos del hombre, de la democracia y la ciudadanía, del estado de derecho y la soberanía, de la modernidad y la civilización, no quieren volver a tocar las supuestamente gastadas categorías de imperialismo, colonialismo o lucha de clases y prefieren quedarse en los marcos del pensamiento colonial. Podemos decir que el colonialismo quedó legitimado, la ideología colonial logró encubrir la dominación, la violencia, los privilegios y la agresión a los pueblos quedó justificada. Volver a tocar estos temas es volver al pasado, al esencialismo, al relativismo, a temas dinosáuricos. Y es que, como dice Memmi, no sólo es la diferencia la que crea el racismo, sino que este último utiliza la diferencia. Y en la región que estudiamos dominó lo segundo, absolutizando las particularidades como negativas hasta convertir al indígena y al negro en infrahombres, subhumanos. Esta desigualdad se expande a todos los planos y se traduce en una palabra: dominación.
El racismo contemporáneo, consolidado, es el ethos de las sociedades latinoamericanas y caribeñas; forma parte del imaginario colectivo; es consustancial a las mentalidades; es multilateral y proviene de las clases, del Estado, de los grupos étnicos, de los diversos pueblos; unifica segregación y discriminación; interrelaciona territorios y culturas, repúblicas de indios y españoles, ciudad y campo, centros y periferias; todo en función de la dominación, de la invisibilización, de la negación de cosmovisiones, de la deshumanización. Incluso, la lengua y la religión fueron instrumentos moldeables de acuerdo con las necesidades coloniales.
Con el proceso conocido como Independencia, se inicia la construcción de la nación criolla que se apropia elementos españoles e indígenas, de la lengua española, de la religión católica, de títulos de nobleza, de las riquezas naturales de la corona que pasaron a ser propiedad de los nuevos países y así como construyeron un nuevo imaginario de grupo y colectivo, construyeron sus fuerzas armadas y con ellas el monopolio de la violencia. Sin embargo, sus contradicciones fueron constantes, pues estos segmentos de los sectores medios nunca estuvieron totalmente dispuestos a ser invisibles y al mismo tiempo servidores silenciosos.
Unos países optaron por la inclusión como objeto del derecho, como indígenas bárbaros, como mestizos y otros por la exclusión como siervos de hacienda, soldados o a través de la servidumbre doméstica; en ambos casos, fueron estrategias interrelacionadas que invisibilizaban en distinto grado. La religión, la escuela y las fuerzas armadas pretendían sacarlos de la abyección y el atraso, pero terminaban creando nuevas formas de desigualdad y diferenciación, reforzando el caudillismo paternalista, patrimonialista y clientelar como nuevas estrategias de dominación. Al acrecentarse numéricamente las ciudades y las clases medias con sus nuevas demandas, se construyó el populismo.
Desde fines del siglo xix aparecen los intelectuales no oligárquicos, algunos de provincias, rebeldes y creativos, anarquistas y marxistas, quienes confrontan al darwinismo social y al positivismo, al liberalismo y al conservadurismo -que generalmente se matizaban unos a otros- y también -los menos- al colonialismo y al racismo. Los indios y otras etnias se hacen visibles a través de estos intelectuales. Paralelamente el racismo se difumina desde el Estado por toda la sociedad mezclando viejas y nuevas formas de dominación, incorporando las sutilezas. Al observar las grandes migraciones europeas de fines del siglo xix a Argentina y Brasil, los estados recurren a políticas de colonización para “mejorar la raza”. Resignados en su lucha para acabar con la barbarie, buscan soluciones externas. El atraso y las crisis recurrentes son atribuidos a esa mayoría indígena. Cuando se rebela recurren al exterminio, a la estigmatización y deslegitimación de los rebeldes. Y mediado por el racismo, de comunistas pasan a ser terroristas y después narcotraficantes.
La actual situación de los pueblos indígenas es resumida por Elizabeth Peredo:
Ha empeorado en las últimas décadas a partir de un mayor deterioro de las economías de subsistencia y el peso del mercado internacional en éstas. La población afrolatina, por su parte, sufre una situación de mayor desventaja por no contar con territorios de origen, su vida se afinca en el espacio urbano donde, sin embargo, viven segregados y frecuentemente marginados a la extrema pobreza. Los pueblos indígenas, afrolatinos o afrocaribeños, presentan los peores indicadores económicos y sociales en el continente.5
Algunos calculan esta población indígena en América Latina y el Caribe en 40 millones de personas de 400 distintas etnias y culturas y la población negra y mestizo afrolatina y afrocaribeña en 150 millones.
Sin embargo, nosotros pensamos que en la actualidad, siendo muy difícil de estimar la población indígena de México, Perú, Ecuador, Paraguay, Guatemala y Bolivia, que aparece en los censos -cuando aparece- o que es estimada por distintos métodos, está sumamente subvaluada. Sólo en el caso de México, donde se ha aceptado oficialmente que son diez millones, o sea 10 por ciento de la población, éstos fácilmente podrían alcanzar más del 50 por ciento, lo que significaría en un nuevo cálculo que de unos 160 millones de personas en estos seis países, los indígenas son más de 90 millones, que sumados a los que hay en el resto de la región superan fácilmente los cien millones. Algo similar ocurre con la población negra y mestizo-negra, que podemos estimarla en casi la mitad de la población de la región latinoamericana. Esto significaría que América Latina es mayoritariamente afrocaribeña y afrolatina, y en segundo lugar -destacando los seis países mencionados, donde son mayoría- es indígena. En resumen, nuestras repúblicas criollas no son tales, aunque la mayor visibilidad del racismo, la xenofobia y la intolerancia junto al neoliberalismo hayan acrecentado el autorrechazo indígena y negro. Sólo que ahora es acompañado de amplios sectores que se reidentifican y al hacerlo adquieren visibilidad.
La información sobre otras características demográficas, como las condiciones de vida, la situación socioeconómica, el nivel de pobreza, la inserción laboral, lenguas, factores culturales, relación con la tierra, etc., simplemente no existe, excepto en los escasos trabajos monográficos de campo. Aun así, incorporar elementos conceptuales referidos a la etnicidad y conseguir información verídica al respecto es casi imposible; sólo podríamos acercarnos a su conocimiento distorsionado e impreciso, pues la misma realidad está convertida en un mosaico trizado y vuelto a ensamblar de inmensa complejidad. Como parece evidente, la situación adquiere mayor dificultad en los pueblos y ciudades, o en lugares de migración fuera de la región; éstas son las sedes de la desidentificación y autorrechazo, o la simple negación de su antigua condición social pues ella implicaba menosprecio, racismo y desprecio. A ello se agrega la aculturación, la asimilación, el consumismo y el individualismo. Es por ello que la lengua, los signos exteriores, la ubicación geográfica y la autopercepción son los elementos más verificables.
La autopercepción nos puede conducir a la identidad, vista como cosmovisión desalienada, autoubicada como parte de una cultura igual a las demás, como igual y diferente, con su mundo simbólico y con sentido de futuro, con visión de potencialidad transformadora, como elemento socializado e interrelacionado con otros individuos y pueblos a través de estructuras objetivas y subjetivas, un nosotros con memoria histórica, despojado de velos míticos y fetichizaciones. Ése sería el nuevo sujeto con identidad que podría extenderse a toda la sociedad y así pensar también en la identidad criollo-occidental entre los grupos de poder y que llega permeada hasta los intelectuales aparentemente más lúcidos. Todos ellos han intentado invisibilizar o blanquear a indígenas y negros de los países latinoamericanos y caribeños. Al tiempo que modernizar y democratizar en una peculiar perspectiva:
Desde que nacen nuestros estados se establece un orden social por medio del cual se constituyen jerarquías que quedan tan engranadas en el tejido social que ocultan la existencia de un discurso y práctica de supremacía racial, en que se desatan las dicotomías tal como lo moderno-primitivo-salvaje, tan presente en toda historia de colonización. La otredad se construye desde las alturas de círculos exclusivos de diálogos que se hacen pasar por democracias.6
Son sistemas de subordinación instaurados por la conquista, la colonización -en sus diversas y sucesivas formas- que han ido cambiando y sobreponiéndose, manteniendo imaginarios e invisibilidad en pueblos y en comunidades encerradas y aisladas, así como en la ciudad y en el exterior, en procesos diferenciados. Hasta la llegada de la globalización, con la total mercantilización y apropiación territorial, aumentando los problemas de racialización de la marginalidad y de la pobreza y de la identificación étnica y racial. Fenómenos que desatan el endorracismo y el autorrechazo, que incluso son socializados, y una resistencia que se expresa en blanqueamiento y escape a otros espacios o en la lucha contra la invisibilidad.
El racismo recorre todo el ciclo de vida de las víctimas. Desde la infancia son sometidas a la mentalidad superioridad/inferioridad, se reproduce en la escuela y en la religiosidad, reaparece en el empleo/desempleo, las políticas salariales, en la localización y el tipo de la vivienda, en el acceso a la cultura y a las tecnologías de la información, en las relaciones con el poder, con la seguridad y la justicia. Todas estas y otras desigualdades, y sus consecuencias, como el laceramiento de la autoestima, son naturalizadas, fetichizadas e invisibilizadas con los discursos sobre ciudadanía y democracia. El racismo es una construcción social que recoge estereotipos, prejuicios, ideologías, constituyéndose en estructura mental realimentada permanentemente por la propia realidad que mantiene a esta población discriminada fuera y dentro de una nación construida por los criollos, para los criollos y sus poderosos aliados del norte. La igualdad jurídica y las libertades pierden toda su potencialidad asignada por los liberales, con excepción de algunos países que crearon el mito del mestizaje incluyente.
Quienes piensan y escriben sobre el Cono Sur deberían dejar de hacer generalizaciones absurdas, pues de otro modo no podrían explicarse la rebeldía y la violencia de quienes con justa razón no se identifican con la nación criolla y buscan ocupar simbólica y realmente espacios sociales, culturales y políticos intentando hacerse visibles. El poder es una relación social que lo permite, no sólo para los indígenas y negros, sino que en estos tiempos -donde las clases medias también son excluidas y discriminadas- también los mestizos expresan a través de su presencia en el poder la necesidad de hacerse visibles. La movilidad social ascendente de las capas medias ya no pasa por la economía ni por lo social. Las clases han cambiado, antes subsumían en la clase lo étnico, lo económico y social adquiría centralidad; ahora la clase es incapaz de hacerlo y más bien lo étnico viene interrelacionándose con la clase. Antes, a través de la clase desaparecían las diferencias étnicas; ahora estas diferencias se agregan a las de clase. La nación dominante se ha elitizado aún más y ha excluido a las clases medias. Las culturas indígenas y negras siguen reflejando la situación estructural que le otorgó el colonialismo externo e interno, pero manteniéndose en la resistencia y sobrevivencia ahora aliadas con sectores de las clases medias y sus culturas.
1. Taguieff, P. La force du préjugé. Essai sur le racisme et ses doibles, París, La Decouverte, 1988.
2. Elizabeth Peredo Beltrán, Una aproximación a la problemática de género y etnicidad en América Latina, cepal-iidh, Santiago de Chile, junio de 2001.
3. Bernd Hausberger, “Política y cambios lingüísticos en el noroeste jesuítico de la Nueva España”, Relaciones 78, vol. xx, colmich, México, 1999. pp. 39-77.
4. Albert Memmi, Retrato del colonizado, Ed. Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1974.
5. Op. cit.
6. Celina Romany, De frente a la impunidad: La erradicación de la discriminación racial en el camino hacia las democracias pluriculturales y multiétnicas, CEPAL-IIDH, junio de 2001.
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