Por Javier Darío Restrepo
El color de la piel de Colombia
Hoy los cartageneros raizales fruncieron el ceño al leer los resultados de una investigación que re vela los altos índices de racismo de su cultura. Allí el blanco es blanco y por tanto de nivel superior; y los demás, mestizos, negros o indios son los de abajo, aunque se les notifique esa condición con palabras amables, familiares o de sincero compadrazgo.
Pero no les pasa solo a los cartageneros; por toda la geografía del país en mayor o menor grado se extiende, como señal de identidad, la actitud racista, no importa la intensidad de las campañas en contra que han emprendido grupos defensores de los derechos humanos.
Mi abuela paterna, con la bondad de los cristianos viejos, le ordenó a mi padre abandonar un grupo musical porque el flautista era un negro; y mi abuela materna lloró a gritos el día en que supo que una de sus hijas se casaría con un negro. En una encuesta periodística entrevisté a un intelectual de avanzadas ideas que me expresó su vehemente rechazo de las actitudes racistas; entonces, a mansalva, le pregunté: ¿si una de sus hijas le anuncia matrimonio con un negro, cuál será su reacción? Sorprendido con sus sentimientos al desnudo, el hombre admitió: ¡Ah, no! ¡Eso es otra cosa!
Algo falla en las bases de la formación humanística de los colombianos y, desde luego, en la supuesta formación cristiana de los colombianos.
Desde las épocas tempranas de la colonización la sociedad asimiló la idea de la superioridad de los colonizadores y la inferioridad de los nativos. Cuando la humanidad dio ese salto cualitativo que fue la declaración de los derechos humanos en 1948 y comenzó a ser explícita la conciencia universal sobre la igualdad de los seres humanos, que luego inspiraría los deberes de la tolerancia activa, quedó claro que no basta sentirse tolerante. Además será necesario reconocer y apreciar los valores implícitos en las diferencias culturales, políticas, religiosas o raciales. La sola formulación de esos avances deseables fue un factor dignificador de la especie; pero trajo consigo nuevas demandas para la educación en las instituciones y en las formas de convivencia, que son las que hacen crisis.
El prejuicio racista sobrevive con la misma persistencia de los virus que mutan, duros de matar porque se requeriría mucho más que artículos de la constitución y leyes contra el racismo como las que aplica en Bolivia el gobierno de Evo Morales. Más que leyes, la igualdad racial requiere actitudes y es allí donde interviene el cristianismo con su influjo sobre las conciencias y con ejemplos como el que acaba de dar el obispo de Montería, quien al despedirse de su feligresía dijo, orgulloso, tener abuelos indígenas zenúes, ancestros negros, y parentela blanca.
Todo en el cristianismo orienta hacia el respeto por el ser humano porque a partir de la aparición de Cristo no hay judíos, ni griegos, ni romanos, ni amos, ni esclavos, ni hombre, ni mujer, ni blancos ni negros, porque todos somos uno. Esta es una cita libre que conserva el espíritu del texto clásico de san Pablo, escrito cuando ardía entre los primeros cristianos la polémica de los judaizantes, ese intento de reducir la comunidad de los cristianos a un grupo privilegiado y excluyente. Desde entonces quedaron fortalecidas las bases de una comunidad universal, abierta a todos, en donde cada ser humano, por serlo, tiene reconocida la máxima dignidad.
Fue la idea que inspiró la escandalosa actividad del jesuita Pedro Claver en Cartagena, el lugar en donde ahora se ha puesto en evidencia una arraigada estructura mental de racismo. Como si durante siglos la predicación igualitaria de la Iglesia hubiera sido recibida por oídos irreductiblemente sordos.